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El patrimonio barroco de la Catedral de Oviedo ha sido presentado en varias ocasiones a nuestros abonados en lo que se refiere a la arquitectura. En esta ocasión hemos querido que la protagonista de la última actividad del año 2022 fuese la escultura, y para ello hemos invitado a la doctora en Historia del Arte, Bárbara García Menéndez, experta en escultura barroca asturiana, que nos ha relatado el proceso de contratación y hechura de los dos grandes retablos del crucero de la Catedral.

Su conferencia comenzó citando a Jovellanos, el cual, en una de las “Cartas del viaje de Asturias”, le criticó a Antonio Ponz el dudoso gusto de estos retablos y es que, durante la Ilustración, el arte barroco era considerado “extravagante”. Lamentaba Jovellanos que algunos retablos catedralicios se hubieran sustituido por otros en el siglo XVIII, sin embargo, no debemos perder de vista que los templos se adaptan siempre a la liturgia del momento y se adornan en consonancia y, por ello, durante la Contrarreforma el impulso del culto a los santos, la Virgen y las reliquias requiere de la construcción de grandes retablos que los exalten.

Barbara García Menéndez

Barbara García Menéndez

A principios del siglo XVIII, el Cabildo deseaba dotar al crucero de unos retablos “a la moda de Madrid”- como los que se estaban haciendo en la Colegiata de Pravia- que sustituyeran a los colocados en el siglo XVII. Por ello, emprendieron, en mayo de 1738, las gestiones para encontrar en Madrid un retablo “de buen gusto” que copiar o un maestro que les hiciese uno exprofeso. En enero de 1739 el Cabildo disponía ya de “una planta que vino de Madrid” y que, se supone, era de Diego de Villanueva (1713-1774).

En aquella época trabajaba en Asturias un grupo de escultores oriundos del concejo de Siero que recibieron el encargo de labrar para estos dos retablos.

El primero de ellos fue Juan de Villanueva y Barbales (Pola de Siero, 1681-Madrid 1765). Se había formado en el taller de su padre, Domingo de Villanueva; también con el escultor Antonio Borja en Oviedo, y en Madrid con Juan Alonso de Villabrille y Pedro Alonso de los Ríos. En la época en la que se labran los retablos del crucero de la Catedral trabajaba en Madrid, haciendo retablos para parroquias y también en la decoración del Palacio de Oriente; fue uno de los fundadores de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando. La mayor parte de su obra ha desaparecido, de ahí el valor que tienen las esculturas que conserva la Catedral. Fue el padre del escultor Diego de Villanueva (1713-1774) y del arquitecto Juan de Villanueva (Madrid, 1739-1811), autor del edificio del Museo del Prado.

Toribio de Nava (Vega de Poja, 1687- Pola de Siero, 1748) debió formarse con Manuel de Pedrero o con Antonio Borja, se sabe que estuvo en Madrid y allí pudo recibir formación de Juan de Villanueva. Es quien trabaja, junto con su taller, en el retablo de la Inmaculada. En el momento del encargo de las trazas a un artistas madrileño, Toribio de Nava junto con su discípulo Gabriel Fernández “Tonín”, ofreció al cabildo las trazas de dos retablos como alternativa al diseño madrileño; los capitulares descartaron sus proyectos, pero como contrapartida le nombraron maestro de las obras del retablo colateral norte.

Manuel de Pedrero Vigil (Feleches, ¿?-Oviedo, 1743), fue diseñador y tallista de retablos, quizá también fue discípulo de Antonio Borja, fue el tallista de los retablos de la Colegiata de Pravia. A su taller corresponde la obra del retablo de Santa Teresa.

El Cabildo ovetense tenía claro que deseaba dotar a la Catedral de unos grandes retablos para el Crucero a la moda churrigueresca, como ya se ha dicho, pero no necesitaba que viniese a trabajar en ellos un taller foráneo. Entonces era habitual que las trazas fueran dadas por un maestro y la hechura de la obra se entregase a otro, y así fue. La “traza que vino en Madrid”, como se la menciona en las Actas Capitulares, se ha atribuido a Diego de Villanueva,  del que se supone era el autor de las trazas para retablos del taller de su padre, Juan de Villanueva, al que se escribió, en abril de 1740, para empezar una complicada negociación para tallar las esculturas de uno de estos retablos y enviarlas desde Madrid. Finalmente, se acordó que tallaría las siete imágenes de bulto redondo del retablo de la Inmaculada, policromando solo las encarnaciones, esto es, la cara y las manos. Estas piezas llegaron a Oviedo en julio de 1742.

Retablo de la Inmaculada

Destaca entre todas ellas la imagen central, la Inmaculada, de rostro clásico en contraste con el movimiento de las telas de sus vestiduras. La postura de las manos de la Virgen es la habitual en las Inmaculadas de los artistas asturianos en Madrid, como los pintores Juan Carreño Miranda y Miguel Jacinto Meléndez, con una mano extendida y la otra sobre el pecho. La escultura de Santa Ana presenta la misma posición, mientras que el bulto de San José sigue el modelo empleado por el escultor Luis Salvador Carmona, sosteniendo al Niño en sus manos.

De la arquitectura del retablo y los relieves se encargó Toribio de Nava.

Para la policromía se contrató al taller del portugués Juan de Fagundis, que había trabajado en los retablos de la Colegiata de Pravia. El contrato con Fagundis se firma en 1741, antes de la llegada de las piezas, y la obra terminada se entrega en septiembre de 1742.

Para el retablo de Santa Teresa, se conservó la imagen de la santa titular, obra de Luis Fernández de la Vega (Gijón, 1601-1675), labrada para el retablo del siglo XVII que se reubicó en la actual antesala de la Cámara Santa con una imagen de la Virgen de Covadonga y perdido en la voladura de 1934. Las esculturas de este retablo son obra de Manuel Pedrero, representan a los santos carmelitas San Pedro de Alcántara y San Juan de la Cruz y al profeta Elías. La arquitectura de este retablo es más contenida tanto en el movimiento de su planta como en la ornamentación con respecto al de la Inmaculada. Su dorado y policromía también se encargó al taller de Juan de Fagundis.

Estos retablos marcan el cambio de gusto en la retablística de la catedral, y además crearon escuela al haber participado en su confección varios maestros escultores y oficiales. Transmiten también un mensaje contrarreformista: el retablo de la Inmaculada exalta uno de los dogmas más importantes del momento: el de la Inmaculada Concepción de la Virgen, del cual España había sido uno de los principales defensores en el siglo XVIII y que no fue declarado como tal hasta 1864. Por otro lado, el dedicado a la santa abulense incide en la importancia de su labor como reformadora de la Orden Carmelitana y como patrona de España, declarada como tal en 1618, cuatro años antes de su canonización en 1622.

Finalmente, la aparición del escudo del rey Felipe V y el Toisón de Oro recuerdan el apoyo económico de la Corona, al conceder a la Catedral el arbitrio sobre la sal para la reconstrucción de la torre tras la caída de un rayo en 1723, dinero que también se utilizó para la ornamentación del interior del templo.

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