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Este año celebramos la Fiesta del Cuerpo y la Sangre de Cristo, el 19 de junio. Es uno de esos tres días que brillan más que el sol. La Iglesia se viste de fiesta recordando las palabras que son objeto de su amor y que hemos escuchado en la segunda lectura: «Este es mi cuerpo», «Esta es mi sangre». Realmente es el misterio de la fe, como decimos en la liturgia eucarística inmediatamente después de la consagración. Y es un misterio grande. No tanto en el sentido de que no se entiende; se trata de un increíble signo de amor del Señor. Es el misterio de una continua y particularísima presencia.

Jesús, en la eucaristía, no está sólo presente realmente, sino que está presente como cuerpo «partido» y como sangre «derramada». En ese sentido, la fiesta del Corpus Christi es la fiesta de un cuerpo que puede mostrar las heridas y de cuyo costado sale «sangre y agua» como indica el apóstol Juan. En la tradición de esta fiesta, la Eucaristía atraviesa las calles de las ciudades y pueblos, que a menudo están cubiertas con flores para que pase el Rey de la gloria.

La Eucaristía nos une en un solo cuerpo por el hecho de participar del mismo pan. Crea unos lazos de comunión fraterna entre todos los bautizados que tenemos que hacer efectivos en la vida de cada día, prestando atención a los demás, servicio generoso, comprensión, perdón y reconciliación, amor sincero. Debido a esta dimensión de unidad que crea la Eucaristía, el día de Corpus está muy vinculado al servicio de la caridad y, concretamente, al servicio que hace Cáritas. El sacramento del altar es inseparable del sacramento del hermano. La participación en la Eucaristía y la adoración del Cuerpo y la Sangre sacramentales del Señor son inseparables de la atención a las personas necesitadas, tanto para ofrecerles la ayuda que necesitan como para construir espacios de esperanza.

La Eucaristía, también, es prenda de vida eterna. Tal como decía Jesús, “El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día”. Es decir, el que se nutre con este sacramento, encontrará la vida para siempre después de traspasar el umbral de la muerte. Es más, la Eucaristía nos anticipa la experiencia espiritual de la vida eterna, que es la relación íntima con Jesucristo. Decía, también, el Señor: “El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él”. No es un estar inmóvil y pasivo; es una relación de intimidad y de compenetración, que marca y transfigura toda la existencia.

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