Llega con sus lenguas de fuego la celebración anual de Pentecostés, el 9 de junio, y se cierra el tiempo de Pascua. La Iglesia, bautizada en el Espíritu, sale a los caminos de los hombres para llevar a todos, con la gracia del evangelio, el don de la vida eterna. Es la fiesta del Espíritu que se nos ha dado para que encienda en el corazón de los fieles el fuego del amor que arde en el seno de Dios. Su misión es:
- Enseñar lo que Jesús mismo no pudo decirnos.
- Enseñarnos a comprender lo que dijo mientras estaba con nosotros.
- Enseñarnos lo que aún “está por venir”.
El Espíritu Santo es el Maestro interior que guía al discípulo hacia la verdad, que le mueve a obrar el bien, que lo consuela en el dolor, que lo transforma interiormente, dándole una fuerza, una capacidad nuevas.
El Espíritu Santo, Tercera Persona de la Santísima Trinidad, es el alma de mi alma, la vida de mi vida, el ser de mi ser; es mi santificador, el huésped de mi interior más profundo. Para llegar a la madurez en la vida de fe es preciso que la relación con Él sea cada vez más consciente, más personal. En esta celebración de Pentecostés abramos las puertas de nuestro interior de par en par.
Pero hoy el principal y más urgente problema de la Iglesia es su “mediocridad espiritual”. En el corazón de muchos cristianos se está apagando la experiencia interior de Dios.
La sociedad moderna ha apostado por “lo exterior”. Todo nos invita a vivir desde fuera. Todo nos presiona para movernos con prisa, sin apenas detenernos en nada ni en nadie. La paz ya no encuentra resquicios para penetrar hasta nuestro interior. Vivimos casi siempre en la corteza de la vida. Se nos está olvidando lo que es saborear la vida desde dentro. Para ser humana, a nuestra vida le falta una dimensión esencial: la interioridad.