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LA GIROLA

A principios del siglo XVII, en plena Contrarreforma, los miembros del cabildo eran conscientes de que, siendo la Catedral de Oviedo un importante templo de peregrinación, la topografía del edificio gótico no favorecía la circulación de los fieles que venían a visitar las reliquias. Por eso se pensó en dotar a la Catedral de una girola, o deambulatorio, por el que los peregrinos saliesen del templo después de visitar la Cámara Santa.

Tras adquirir una parte del solar al vecino monasterio de San Vicente, las obras tuvieron lugar entre 1621 y 1633 y corrieron a cargo de Juan de Naveda (1590 – 1638).

La girola se divide en cinco capillas, siendo la central más ancha y profunda, separadas por machones decorados al modo de pilastras toscanas. Cada una de las capillas se dedicó a dos apóstoles, recuperando así el culto que éstos habían recibido en el primitivo templo prerrománico, del que sabemos, había seis altares consagrados a una pareja de apóstoles cada uno de ellos. Este espacio también se aprovechó, dentro de la corriente contrarreformista, para situar retablos hornacina dedicados a los principales santos y mártires de los cuales se custodiaban reliquias en la Cámara Santa. Finalmente, se eligieron varios santos que gozaban de gran devoción popular para completar este conjunto devocional.

Los retablos

De esta manera, en las capillas entre contrafuertes encontramos, comenzando por el sur, la Capilla de San Pablo (1754 -1758), cuyo retablo está presidido por un lienzo de Francisco Martínez Bustamante (1680 – 1745) en el que se representa la conversión del santo siguiendo una pintura de Guido Reni.

A continuación está la Capilla de Transfixión (1753 -1754), donde se representa la escena del Llanto sobre Cristo muerto en un relieve procedente del retablo donado a la Catedral por el canónigo Tirso de Avilés en 1588, el cual aparece retratado en la parte inferior.

En el centro está la capilla dedicada a San Pedro (1754 – 1758), de José Bernardo de la Meana (1715-1790).

A su izquierda se encuentra el retablo de San Andrés (1758-1762) y, finalmente, el de San Bartolomé (1758-1762), ambos de José Bernardo de la Meana.

En los machones se han abierto un total de dieciocho hornacinas en las que se ubican las representaciones de los santos y mártires de los que la Catedral conserva reliquias, santos Padres de la Iglesia, fundadores de órdenes religiosas y profetas. Entre otros mencionamos aquí a Santa Eulalia (1743), de Alejandro Carnicero (1693-1756); Santa Leocadia, San Jerónimo, San Emeterio, Santa Lucrecia, Jeremías e Isaías, todas ellas de José Bernardo de la Meana.

La presencia de San Blas, del cual el vecino monasterio de San Pelayo conserva una reliquia, justifica aquí su presencia como protector frente a las enfermedades, mientras que San Antonio Abad gozaba de gran devoción en la época por el ser el protector de los animales. Ambas son obra de José Bernardo de la Meana.

Todo este despliegue escultórico formado por retablos y esculturas constituyó el principal trabajo del ovetense José Bernardo de la Meana y su taller, en el que trabajaba su hijo Francisco Javier Meana (1757 – post. 1815). La mayor parte de los encargos recibidos por este escultor a lo largo de su vida fueron para la Catedral de Oviedo.

El Salvador

A la entrada de la girola, desde la nave sur, se encuentra la escultura en piedra policromada de El Salvador, titular de la catedral. Es una imagen de transición entre el románico y el gótico, fechable en el siglo XIV, pues se cree que fue el obispo Gutierre de Toledo quien la donó a la catedral. En aquellas fechas estaba en el claustro, adosada a la capilla funeraria del obispo.

En el siglo XVII fue trasladada al lugar que hoy ocupa, donde es venerada por los peregrinos que pasan por Oviedo camino a Santiago.

“Quien va a Santiago y no al Salvador,

visita al criado y olvida al Señor”

Ante esta imagen, como peregrino, oró el papa San Juan Pablo II el 20 de agosto de 1989 durante su visita a Asturias.

Esta escultura es de un tamaño superior al natural. Muestra a Cristo en actitud de bendecir, con el orbe en la mano, como muestra de su naturaleza divina. Es una imagen de marcada frontalidad y rígido hieratismo, como corresponde a la época; vestido de azul – símbolo de divinidad -, rojo – aludiendo a su sangre derramada por los pecados de la humanidad – y dorado, por su condición de rey del Universo.